En el principio, Dios creó los cielos y la tierra (Génesis 1:1). Todo lo que existe tuvo su origen en la voluntad soberana de un Dios eterno, quien, con infinita sabiduría, diseñó el universo para manifestar su gloria. Él es el arquitecto supremo, aquel que no depende de nada ni de nadie, pues en él “vivimos, nos movemos y somos” (Hechos 17:28). Los cielos declaran su grandeza, y la creación misma testifica de su poder (Salmos 19:1).
El comienzo de todo no se mide por fechas humanas, sino por el acto divino que dio inicio al tiempo y al espacio. “En el principio” marca el momento en que Dios habló, y su palabra trajo existencia a lo que no era (Génesis 1:3). Él dijo: “Sea la luz”, y la luz fue, demostrando que su voz es suficiente para ordenar el caos. Cada día de la creación, desde las aguas hasta las estrellas, desde las criaturas vivientes hasta el hombre, refleja un propósito deliberado. Creó al hombre a su imagen, dándole dominio sobre la tierra (Génesis 1:26-27), como la corona de su obra, destinada a reflejar su carácter.
¿Por qué creó Dios? Todo existe para su gloria. “Porque de él, por él y para él son todas las cosas” (Romanos 11:36). La creación no es un capricho, sino un escenario donde Dios despliega su amor, justicia y poder. Él formó el mundo para establecer una relación con la humanidad, para que el hombre le adorara y disfrutara de su presencia. Aunque el pecado rompió esa comunión, el propósito de Dios permanece: redimir a su pueblo y restaurar todas las cosas para su alabanza.